jueves, 12 de noviembre de 2015

de las golondrinas y los cuervos que las superaban en número

Ruego porque mueran los cuervos de mi pecho. Luego me pregunto quién visitará este cementerio de tristezas marchitas, quién vendrá a dejar flores a las penas del pasado. No puedo evitar compadecerme de ellas, aunque me duelan. ¿Quién puede quererlas, sino yo? Estas lástimas, estas desolaciones caducadas que ya hace mucho que dejaron de esconder sus motivos. Ya me las conozco todas. Hasta les he puesto nombre, pero es un secreto. Soy la única que puede llamarlas para que vuelvan.

Ojalá tuviera el mismo poder para echarlas de aquí.

Yo también tengo días buenos. De los de primaveras floreciéndote en las yemas de los dedos. De esos que te despiertas y amaneces por dentro. Sábados perpetuos, que se derriten lentamente en la boca como un helado en verano. Mañanas en que golondrinas pueblan el cielo.

Pero el Sol se pone antes en la meseta de mi espalda.

Y me atardece en el regazo, nubes carmesí derramándose por mis rodillas, púrpura y rojo y malva y violeta pintando acuarelas en las mediatrices de mis muñecas. No sé qué hacer con la sangre cuando me mancha las sábanas blancas, los vestidos de julio. Nunca se me ha dado bien disimular esta locura transitoria.
Lloro océanos que reviven la Pantalasia y se me fragmenta el corazón como Pangea. Al día siguiente los pedazos siempre se reúnen de nuevo, es verdad, pero sabes tú lo cansado que es romperte y recomponerte una y otra vez. Tengo demasiadas cicatrices para 17 años y tres cuartos de vida. Las piezas de este puzle nunca encajan del todo.

Yo ya sé que no necesito a mi media naranja, que yo soy una naranja entera. Pero para mí “necesitar” no es cuestión de amar, es cuestión de seguir viva. Necesito que me quieran para saber que me merezco ser querida. Si no te mereces ser querida ¿cómo vas a merecerte seguir viva? Ya sé que las baladas no son para mí, que solo me tocan tragedias con principios bonitos y desenlaces soportables. Cuentos de los que no sirven para dar las buenas noches, pero que tampoco son exactamente historias de miedo; evangelios apócrifos que no hace falta prohibir, porque ya nunca, nunca los lee nadie.

A veces no sé quién soy sin esta locura que me gotea en el ático. Ropa perdida colgando del tendedero equivocado, el viento que la lleva, las pinzas extraviadas en la terraza del vecino de abajo. Cosas que vienen y van y te dejan un regusto a melancolía amarga.


Vengo y voy y no sé de dónde vengo. Las chicas tristes no tenemos más hogar que el lado seco de la almohada, y no sabemos dónde cobijarnos en esas noches en que la empapamos entera.

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